sábado, 18 de febrero de 2017

Lección 49 Un curso de milagros: La voz de Dios me habla durante todo el...


Comentario

“La Voz de Dios me habla durante todo el día”. ¡Sí, lo hace! Te puede parecer ilusorio cuando dices esta frase, pero no lo es. La Voz de Dios nos habla durante todo el día, todos los días. “La parte de tu mente donde reside la verdad (es decir, la mente recta) está en constante comunicación con Dios, tanto si eres consciente de ello como si no” (1:2). Normalmente no somos conscientes de esta comunicación, aunque podemos serlo. Nuestra consciencia sencillamente no está a la escucha.

Es como una señal de radio. Aquí en Sedona, tenemos una emisora de radio que se llama KAZM (“abismo”, curioso ¿eh?). KAZM está en comunicación con mi radio todo el día, pero puede que yo no tenga mi radio puesta en esa emisora. El Espíritu Santo está en comunicación con mi mente todo el día, pero puede que yo no Le esté escuchando.

Hay otra parte de nuestra mente que se ocupa de los asuntos de este mundo. Ésa es la parte de la que somos conscientes la mayor parte del tiempo. La llamaré “mente errónea” para que podamos distinguirlas. En realidad esta parte no existe, y la parte que escucha a Dios (mente recta) es en realidad la única parte que existe  (2:2-3). Por consiguiente, hablar de “partes” de nuestra mente es sólo una invención útil.

La mente errónea es una ilusión. La mente recta es real. La mente errónea está angustiada, desesperada, llena de un enloquecido parloteo de “pensamientos” que se parecen al Conejo Blanco de Alicia en el País de las Maravillas. La mente recta es “serena, está en continuo reposo y llena de absoluta seguridad” (2:1). La mente recta es de lo que habló la Lección 47 al decir:   “Hay un lugar en ti donde hay perfecta paz” (L.47.7:4). En este lugar, “la quietud y la paz reinan para siempre” (2:5).

Podemos elegir qué voz escuchar, a qué “parte” de nuestra mente hacerle caso: la voz desesperada de preocupación o la Voz llena de paz. ¿Parece difícil creer que dentro de nosotros hay un lugar de perfecta calma, como en el centro de un huracán? Pues, lo hay. A mí me parecía difícil de creer, pero cuando empecé a buscarlo, empecé a encontrarlo.

A menudo, cuando al principio intentamos encontrarlo, la otra voz grita tan alto que parece que no podemos ignorarla (que es lo que la lección nos dice que hagamos). Justo el otro día alguien me contaba que cuando se sentaba en meditación, la llegada de la paz era tan aterradora que tenía que levantarse y ponerse a hacer algo. ¿No es extraño que la paz nos resulte tan poco deseable? Siéntate durante unos minutos intentando estar en paz, y algo dentro de ti empieza a gritar: “¡No puedo aguantarlo!”. Ésa es la voz frenética de desesperación. La lección nos dice: “Trata hoy de no prestarle oídos” (2:4).

¡Merece el esfuerzo! El lugar de paz está ahí en todos nosotros, y cuando lo encontramos: ¡Ahhh! Todavía tengo días en que parece que no puedo parar el parloteo constante de mi mente, pero están aumentando los momentos en los que me sumerjo en la paz, por lo cual estoy muy agradecido. Únicamente tienes que dejar toda actividad por un momento para encontrar la paz; no puedes encontrarla sin sentarte, sin aquietarte, sin desconectarte de todo lo de fuera por un momento. De otro modo, el mundo distrae demasiado al principio.

Finalmente podemos aprender a encontrar esta paz en cualquier momento, en cualquier lugar, e incluso llevarla con nosotros en situaciones caóticas. Sin embargo, al principio, necesitamos desarrollar la quietud para encontrarla, cerrar los ojos al mundo, pasar de largo la superficie tormentosa de nuestra mente y entrar en el centro profundo y sereno, pidiéndole a la Voz de Dios que nos hable.

Un pensamiento más. Podrías pensar, a causa de esta lección, que si la “emisora de radio” de Dios siempre está funcionando, tiene que ser fácil oír Su Voz. Falso. La voz del ego se describe aquí como “chillidos estridentes” (4:3), “frenéticos y tumultuosos pensamientos, sonidos e imágenes” (4:4), y “constantemente distraída” (1:4). Al principio, escuchar la Voz de Dios es como intentar meditar en medio de una revuelta callejera. Es como intentar componer una nueva melodía mientras está tocando una banda musical de rock. O como intentar escribir una carta con toda atención mientras tres personas te están gritando cosas distintas en los oídos. No es nada fácil. Requiere mucha atención y concentración. Y sobre todo, requiere mucha voluntad. “La Voz del Espíritu Santo es tan potente como la buena voluntad que tengas de escucharla” (T.8.VIII. 8:7).

Tienes que estar dispuesto a ignorar esa otra voz. Los chillidos del ego no suceden sin nuestro consentimiento, no proceden de algún demonio malvado que intenta hacer fracasar nuestros esfuerzos de oír la Voz de Dios. Son nuestro propio deseo que toma forma, eso es todo. Nos hemos pasado muchísimo tiempo escuchando al “fabricador de ruidos” en nuestra mente. Tenemos que empezar a evitarlo y a elegir desenchufarlo.

Así que, oír al Espíritu Santo no es algo que sucede de la noche a la mañana: lee sobre esto hoy y empieza a ser “divinamente guiado en todo lo que hagas” mañana. No, no es así de sencillo. De hecho, en el Texto Jesús dice que aprender a escuchar sólo esa Voz fue la última lección que Él aprendió y que requiere esfuerzo y gran voluntad (ver T.5.II.3:7-11):

“El Espíritu Santo se encuentra en ti en un sentido muy literal. Suya es la Voz que te llama a retornar  a donde estabas antes y a donde estarás de nuevo. Aún en este mundo es posible oír sólo esa Voz y ninguna otra. Ello requiere esfuerzo así como un gran deseo de aprender. Ésa es la última lección que yo aprendí, y los Hijos de Dios gozan de la misma igualdad como alumnos que como Hijos de Dios” (T.5.II.3:7-11).

viernes, 17 de febrero de 2017

Lección 48 Un curso de milagros: No hay nada que temer


Comentario

Se puede entender este sencillo pensamiento al menos de dos maneras:
1)      No hay nada a lo que temer.
2)      ¿Miedo? ¡Eso no es cierto!

Como el tercer párrafo aclara, este pensamiento está relacionado con la lección de ayer acerca de confiar en la fortaleza de Dios en lugar de confiar en nuestra propia fortaleza, separada de la Suya. “La presencia del miedo es señal inequívoca de que estás confiando en tu propia fortaleza” (3:1).  Como dijo la lección de ayer: “¿Quién puede depositar su fe en la debilidad y sentirse seguro?” (L.47.2:3). Por eso, cuando confiamos en nuestra propia fortaleza, sentimos miedo. Cuando confiamos en la fortaleza de Dios, no sentimos miedo. El miedo no es algo que debamos temer; sin embargo, es una señal que nos avisa de que nuestra fe está en el lugar equivocado, y lo que pide es corrección, no condena.

Desde la perspectiva de la mente recta, es un hecho que: no hay nada que temer. Dios es todo lo que existe, y nosotros somos parte de Él, nada fuera de Él existe. Por supuesto, no hay nada que temer. El miedo es la creencia en algo distinto de Dios, un dios falso, un ídolo con poder que se opone y vence a Dios. Secretamente creemos que hemos hecho eso, pero de lo que tenemos miedo es de nosotros mismos. Sin embargo, lo que creemos que hemos hecho nunca ha ocurrido. Por eso, no hay nada que temer. “Nada real puede ser amenazado” (T.In.2:2).

Si creemos en ilusiones, el miedo parece muy real, pero tenemos miedo de la nada. La lección dice que “es muy fácil de reconocer” que no hay nada que temer (1:4); lo que hace que parezca difícil es que queremos que las ilusiones sean verdad (1:5). Si no son verdad, entonces no somos quienes creemos ser y quienes queremos ser; somos creaciones de Dios, no nuestra propia creación. Por eso, nos aferramos a las ilusiones para dar validez a nuestro ego, y al hacerlo, conservamos el miedo.

Cuando nos permitimos a nosotros mismos recordar que no hay nada que temer, y cuando  conscientemente nos recordamos ese hecho durante el día, eso nos demuestra que “en algún lugar de tu mente, aunque no necesariamente en un lugar que puedas reconocer, has recordado a Dios y has dejado que Su fortaleza ocupe el lugar de tu debilidad” (3:2). Esto es lo que el Texto llama la “mente recta”. Hay una parte de nuestra mente -realmente la única parte que existe- en la que ya hemos recordado a Dios. Esa parte de nuestra mente es lo que nos está despertando de nuestro sueño.

¿Alguna vez te has preguntado cómo es que encontraste Un Curso de Milagros, y por qué te atrae? Tu mente recta ha creado esta experiencia para ti; tu verdadero Ser te habla a través de sus páginas para despertarte. Cada vez que repetimos “No hay nada que temer”, nos estamos asociando con la parte de nosotros que ya está despierta, y que ya ha recordado la verdad. Puesto que ya estamos despiertos, el resultado es inevitable. Pero necesitamos esta apariencia de tiempo para “darnos tiempo a nosotros mismos” (por así decir) para expulsar las ilusiones y reconocer la verdad siempre presente de nuestra realidad.

jueves, 16 de febrero de 2017

Lección 47 Un curso de milagros: Dios es la fortaleza en la que confío


Comentario

Se cuenta en el Evangelio de Juan que Jesús dijo: “El Hijo no puede hacer nada por sí mismo, a menos que sea algo que ha visto hacer al Padre…” Yo no puedo hacer nada por mi propia iniciativa; tal como oigo, así juzgo” (Juan 5:19, 30). Básicamente eso es lo que esta lección nos dice: No podemos hacer nada por nosotros mismos. Cuando la lección habla de “confiar en tu propia fuerza” (1:1) está hablando de intentar hacer cualquier cosa por nuestra cuenta, como una unidad independiente, separados de Dios y de Su creación. Está hablando de actuar como un ego. La lección dice que eso es imposible.

Otro ejemplo del Evangelio de Juan puede ser útil. Al final de Su vida en la tierra, Jesús comparó su vida a una vid, y a Sus discípulos con las ramas de la vid. Yo creo que hablaba desde el Cristo en Él, o quizás sería mejor decir que Cristo estaba hablando a través del hombre, Jesús. Él dijo: “Tal como la rama no puede dar fruto por sí sola, a menos que permanezca unida a la vid, del mismo modo ninguno de vosotros puede dar fruto, a menos que permanezcáis unidos a Mí… separados de Mí no podéis hacer nada” (Jn.15:4-5).

Piensa en ello. ¿Dónde termina la vid y empieza la rama? La rama es parte de la vid. Es toda su existencia, no puede actuar independientemente, no puede “dar fruto” si se la corta de la vid.

Somos partes o aspectos de la Filiación, y el Hijo es uno con el Padre. “Lo que Él (Dios) crea no está separado de Él, y no hay ningún lugar en el que el Padre acabe y el Hijo comience como algo separado” (L.132.12.4). Suena como la vid y sus ramas, ¿verdad?

Cuando intentamos actuar independientemente, no podemos hacer absolutamente nada. Tal como pensamos de nosotros mismos, ¿qué podemos predecir o controlar totalmente?¿Cómo podemos ser conscientes de todas las facetas de un problema”  y “resolverlos de tal manera que de ello sólo resultase lo bueno”? (1:4). Abandonados a nosotros mismos, abandonados a los limitados recursos del ser tal como el ego lo ve, separados de todo, sencillamente no podemos. No tenemos lo que se necesita. “Si sólo confías en tus propias fuerzas, tienes todas las razones del mundo para sentirte aprensivo, ansioso y atemorizado” (1:1).

 La lección nos pide que reconozcamos que no estamos limitados a lo que podemos pensar que es “nuestra fuerza”; “Dios es la fortaleza en la que confío”. Nos pide que actuemos basándonos en nuestra unión con Dios. Desde donde estamos, al comienzo, nos parece que estamos tratando con una especie de Dios externo, una “Voz” que habla dentro de nuestra mente o que actúa en determinadas circunstancias para guiarnos:

“Puesto que crees estar separado, el Cielo se presenta ante ti separado también. No es que lo esté realmente, sino que se presenta así a fin de que el vínculo (el Espíritu Santo) que se te ha dado para que te unas a la verdad  pueda llegar hasta ti a través de lo que entiendes” (T.25.I.5:1-2).

Por eso puede parecer que se nos pide que nos “sometamos” a una fuerza superior, cuando de hecho todo lo que estamos haciendo es que nos asociemos con el resto de nuestro propio ser, del que nosotros mismos nos hemos separado. El Espíritu Santo, habla por nosotros, así como por Dios, pues somos uno (ver T.11.I.11:1; T.30.II.1:1-2; L.125.8:1; L.152.12:2).

Cuando nos damos cuenta de que no podemos vivir por nuestra cuenta, cuando aceptamos nuestra dependencia de este Poder Superior, Dios se convierte en nuestra fortaleza y seguridad en toda circunstancia. Su Voz nos dice “exactamente qué es lo que tienes que hacer para invocar Su fortaleza y Su protección” (3:2).

Cuando tenemos miedo, es porque estamos confiando en nuestra propia fuerza independiente, que no existe. Simplemente sentirse incapacitado para una tarea es una forma de miedo, que procede de la creencia de que yo existo por mí mismo. “¿Quién puede depositar su fe en la debilidad y sentirse seguro?” (2:3). Cuando aparezca el miedo, que me recuerde a mí mismo  que no confío en mi propia fuerza sino en la de Dios. Eso me puede sacar del miedo y llevarme a un lugar de paz profunda y duradera.

Reconocer nuestra debilidad como ser independiente es un comienzo necesario (6:1). Si nos engañamos a nosotros mismos creyendo que podemos manejar todo por nuestra cuenta, sin Dios, sin nuestros hermanos, fallaremos y finalmente nos irritaremos. Pero no debemos quedarnos en ese reconocimiento, tenemos que ir más allá de ello y darnos cuenta de que tenemos la fortaleza de Dios, y que la confianza en esa fuerza “está plenamente justificada en relación con todo y en toda circunstancia” (6:2).

Casi cada vez que medito repito, silenciosamente o en voz alta, las palabras que están casi al  final de esta lección:

“Hay un lugar en ti donde hay perfecta paz.
Hay un lugar en ti en el que nada es imposible.
Hay un lugar en ti donde mora la fortaleza de Dios.”
(7:4-6).

Hagamos hoy frecuentes pausas para sumergirnos, por debajo de “todas las trivialidades que bullen y burbujean en la superficie de (nuestra) mente” (7:3), en lo más profundo de nuestra mente para encontrar ese lugar.

miércoles, 15 de febrero de 2017

Lección 46 Un curso de milagros: Dios es el Amor en el que perdono


Comentario

La totalidad de la enseñanza del Curso sobre el principio de la Expiación está contenida en la primera frase: “Dios no perdona porque nunca ha condenado”. Una y otra vez el Curso insiste en que Dios no es un Dios de venganza, que Dios no está enfadado con nosotros, que Él no sabe nada de castigos. Dios no condena, nunca lo ha hecho. Su corazón permanece eternamente abierto a nosotros. A mí concretamente.

En este mundo de ilusiones, donde la condena de unos a otros se ha convertido en un modo de vida (¿o de muerte?), el perdón es necesario; no el perdón de Dios sino el nuestro propio. El perdón es el modo en que nos liberamos de las ilusiones. Toda condena es condena de uno mismo, la culpa que vemos en otros es nuestra propia condena a nosotros mismos reflejada fuera y que nos vuelve; y al liberar a los otros de la condena, nos liberamos nosotros. “De la misma manera en que sólo te condenas a ti mismo, de igual modo, sólo te perdonas a ti mismo” (1:5).

Como lecciones posteriores aclararán, nuestro propósito en este mundo es traerle el perdón, liberarlo de la carga de culpa que le hemos echado encima. Esto es lo que devuelve nuestra mente a la consciencia de Dios. Encontramos a Dios al liberar a aquellos a nuestro alrededor, librándolos de nuestros juicios, y reconociéndolos como la creación perfecta de Dios  junto con nosotros. “Dios… y la forma de llegar a Él es apreciando a Su Hijo” (T.11.IV.7:2).

Liberar a todos los que conozco de las cadenas de mis juicios es lo que me permite perdonarme a mí mismo (5:1). Me envuelve una cálida sensación por dentro cuando digo: “Dios es el Amor en el que me perdono a mí mismo” (5:3). Puede que incluso no sea consciente de ninguna culpa, pero cuando me bendigo a mí mismo con el perdón, algo se derrite, y sé que el perdón era necesario. Hay una crítica a uno mismo, de la que no soy consciente, pero que siempre está ahí; y cuando me adentro en ella imaginando el Amor de Dios derramándose sobre mí como oro líquido, conociendo y aceptando (quizá justo en ese preciso momento) Su total aceptación de mí, rara es la vez que no se me escapan lágrimas de gratitud. 

martes, 14 de febrero de 2017

Lección 45 Un curso de milagros: Dios es la mente con la que pienso


Comentario

En cierto modo, las lecciones están intentando causarnos cierta desorientación. Nuestros pensamientos reales “no tienen nada que ver con los pensamientos que piensas que piensas, de la misma manera en que nada de lo que piensas que ves guarda relación alguna con la visión” (1:2).  Si mis pensamientos no son reales y lo que veo no es real, ¿a qué puedo aferrarme? A nada en absoluto.  Esto puede parecer aterrador; casi como si yo fuese uno de los personajes en una novela de misterio que está siendo atacado por alguien que intenta volverle loco, haciéndole creer que está alucinando y viendo cosas que no existen.

En realidad, aunque el intento de des-hacer nuestra orientación mental es semejante, el Curso intenta justo lo contrario. Está intentando volvernos cuerdos, no locos. Ya estamos locos. Estamos alucinando e imaginando cosas que no están ahí, y el Curso está intentando romper nuestra creencia obsesiva de que son reales.

Por debajo de la capa protectora del engaño que hemos puesto; la realidad es una mente completamente sana que piensa pensamientos completamente cuerdos y que únicamente ve la verdad. Nuestros pensamientos reales son los pensamientos que pensamos con la Mente de Dios, compartiéndolos con Él. Los pensamientos no abandonan la mente, por lo tanto, deben estar todavía ahí. Nuestros pensamientos son los pensamientos de Dios, y los pensamientos de Dios son eternos. Si esos pensamientos están ahí podemos encontrarlos. Podemos sacar nuestros pies del barro pegajoso de nuestros pensamientos y ponerlos sobre roca firme. Podemos estar casi completamente fuera del alcance de estos pensamientos originales y eternos, pensamientos completamente de acuerdo con la Mente de Dios, pero Dios quiere que los encontremos. Por lo tanto, debemos ser capaces de encontrarlos.

Ayer buscábamos la luz dentro de nosotros, una idea muy abstracta. Hoy buscamos nuestros propios pensamientos reales. Eso nos acerca un poco más la comprensión de lo abstracto: no sólo “la luz” sino mis propios pensamientos, algo que es parte de mí y que representa a mi verdadera naturaleza.

¿Cómo sería un pensamiento que estuviera en perfecta armonía con la Mente de Dios? Eso es lo que estamos intentando encontrar y experimentar hoy. Y si somos honestos, tendremos que admitir que los pensamientos de los que somos conscientes la mayoría de las veces no pertenecen para nada a esa clase. Nuestros pensamientos están llenos de miedo, inseguridad, totalmente a la defensiva, demasiado ansiosos y desesperados, y por encima de todo demasiado cambiantes como para decir que son pensamientos que compartimos con Dios.

Un pensamiento que procede de la Mente de Dios debe ser de perfecta armonía, total paz, completa seguridad, total bondad, y perfecta estabilidad. Estamos intentando localizar  ese centro de pensamiento en nuestra mente. Estamos intentando encontrar pensamientos de esta naturaleza dentro de nosotros mismos.

Una vez más, practicamos el sumergirnos en la quietud, pasar de largo todos los pensamientos irreales que ocultan la verdad en nuestra mente, y llegar a lo eterno que está en nuestro interior. Éste es un ejercicio sagrado, y que deberíamos tomarnos muy en serio, aunque no con tristeza, pues es un ejercicio de puro gozo. Dentro de mí hay un lugar que nunca cambia, un lugar que siempre está en paz, siempre brillando con el brillo del amor. ¡Y hoy, Oh Dios, sí hoy, yo quiero encontrar ese lugar! Hoy quiero tocar esa base sólida en el centro de mi Ser y conocer su estabilidad. Hoy quiero encontrar mi Ser.    

lunes, 13 de febrero de 2017

Un curso de milagros Lección 44: Dios es la luz en la que veo


Comentario

El primer párrafo presenta una imagen bastante sorprendente de lo que es este mundo que vemos. Dice que nosotros hicimos la obscuridad, y luego pensamos que podíamos ver en ella. “Para poder ver tienes que reconocer que la luz se encuentra en tu interior y no afuera. No puedes ver fuera de ti, ni tampoco se encuentra fuera de ti el equipo que necesitas para poder ver” (2:1-2). Lo que llamamos luz no es verdadera luz. La luz no está fuera de nosotros, sino que está dentro de nosotros. No es física, es espiritual. Y verdaderamente no vemos con los ojos físicos, sino con la visión interna.

La luz para la visión verdadera está dentro de nosotros, y el objetivo de la lección de hoy es alcanzar esa luz interna. Una vez más el Libro de Ejercicios nos lleva a un ejercicio de experiencia en la meditación. Este tipo de meditación y la experiencia que busca producir es un componente muy importante de la práctica del Curso. La importancia que le da no tiene nada de sorprendente.

Se nos dice que es una forma de ejercicio que “vamos a utilizar cada vez más” (3:2). “Y representa uno de los objetivos principales del entrenamiento mental (3:3). Las sesiones más largas se “recomiendan enfáticamente” (4:2). Se nos pide con insistencia que continuemos a pesar de la “gran resistencia” (5:2). Representa “tu liberación del infierno” (5:5). Se nos recuerda “la importancia de lo que estás haciendo, el inestimable valor que tiene para ti” (8:1), y que “estás intentando hacer algo muy sagrado” (8:1). La lección termina con estas palabras: “Pero no te olvides de repetirla. Sobre todo, decídete hoy a no olvidarte” (11:2-3). Es imposible no ser conscientes de que Jesús, como autor, considera este tipo de práctica de meditación excepcionalmente importante.

¿Por qué? Hay algunas aclaraciones en la lección. En el tercer párrafo, la lección indica que esta clase de ejercicio: sentado en perfecta quietud, sumergiéndose hacia adentro, pasando de largo nuestros pensamientos sin ocuparnos de ellos “Es especialmente difícil para la mente indisciplinada” (3:3). Es difícil porque “requiere precisamente lo que le falta a una mente sin entrenar” (3:4). Es esta dificultad la que demuestra nuestra necesidad de hacerla, tal como  quedarte sin aliento cuando corres cincuenta metros te demuestra que necesitas ejercicios aeróbicos. “Si has de ver, dicho entrenamiento tiene que tener lugar” (3:5). En otras palabras, la práctica de la meditación es un requisito para desarrollar la visión interna. ¿Cómo podemos ver con la visión interna si no sabemos cómo encontrar la luz interna?

Éstos son ejercicios de entrenamiento. Al principio nos parecerá difícil. Encontraremos resistencia. El ejercicio se considera un intento (3:1) para alcanzar la luz, indicando que se comprende que es posible que no tengamos una auténtica experiencia de luz inmediatamente, como tampoco correríamos un maratón las primeras veces que nos entrenamos para correr. Es un objetivo de nuestra mente el entrenarse para alcanzar la luz, y probablemente no alcanzaremos nuestro objetivo inmediatamente; aunque es “la más natural y fácil del mundo para la mente entrenada” (4:3). Estamos en el proceso de adquirir el entrenamiento que hará que llegar a la luz parezca fácil y natural, pero ahora no es así porque nuestra mente está todavía sin disciplinar.

No estamos “completamente sin entrenar” (5:1). Si hemos estado siguiendo las instrucciones, hemos tenido 43 días de práctica que nos ha traído a este día. Sin embargo, podemos encontrarnos “con una gran resistencia (5:2). Para el ego lo que estamos haciendo es como “una pérdida de identidad y un descenso al infierno” (5:6). Pero estamos intentando llegar a Dios, Que es la luz en la que podemos ver, eso no es una pérdida. Es escaparse de la obscuridad.

Cuando empezamos a acumular experiencias de luz, de sentir la relajación, de sentir nuestro acercamiento a la luz, e incluso ser conscientes de estar entrando en ella, sabremos de qué está hablando el Curso. Y la anhelaremos cada vez más. No hay nada como la experiencia. Estos instantes santos son anticipos del Cielo, visiones fugaces de la realidad. Nos motivarán en nuestro camino más que ninguna otra cosa. Hay una sensación de realidad tan real que lo que antes parecía real, en comparación, palidece como sombras imaginarias. Cuando hayamos entrado en la luz, reconoceremos que hemos estado en la oscuridad, pensando que era la luz.  Esto es lo que da a estas experiencias su “valor incalculable”.