miércoles, 15 de febrero de 2017

Lección 46 Un curso de milagros: Dios es el Amor en el que perdono


Comentario

La totalidad de la enseñanza del Curso sobre el principio de la Expiación está contenida en la primera frase: “Dios no perdona porque nunca ha condenado”. Una y otra vez el Curso insiste en que Dios no es un Dios de venganza, que Dios no está enfadado con nosotros, que Él no sabe nada de castigos. Dios no condena, nunca lo ha hecho. Su corazón permanece eternamente abierto a nosotros. A mí concretamente.

En este mundo de ilusiones, donde la condena de unos a otros se ha convertido en un modo de vida (¿o de muerte?), el perdón es necesario; no el perdón de Dios sino el nuestro propio. El perdón es el modo en que nos liberamos de las ilusiones. Toda condena es condena de uno mismo, la culpa que vemos en otros es nuestra propia condena a nosotros mismos reflejada fuera y que nos vuelve; y al liberar a los otros de la condena, nos liberamos nosotros. “De la misma manera en que sólo te condenas a ti mismo, de igual modo, sólo te perdonas a ti mismo” (1:5).

Como lecciones posteriores aclararán, nuestro propósito en este mundo es traerle el perdón, liberarlo de la carga de culpa que le hemos echado encima. Esto es lo que devuelve nuestra mente a la consciencia de Dios. Encontramos a Dios al liberar a aquellos a nuestro alrededor, librándolos de nuestros juicios, y reconociéndolos como la creación perfecta de Dios  junto con nosotros. “Dios… y la forma de llegar a Él es apreciando a Su Hijo” (T.11.IV.7:2).

Liberar a todos los que conozco de las cadenas de mis juicios es lo que me permite perdonarme a mí mismo (5:1). Me envuelve una cálida sensación por dentro cuando digo: “Dios es el Amor en el que me perdono a mí mismo” (5:3). Puede que incluso no sea consciente de ninguna culpa, pero cuando me bendigo a mí mismo con el perdón, algo se derrite, y sé que el perdón era necesario. Hay una crítica a uno mismo, de la que no soy consciente, pero que siempre está ahí; y cuando me adentro en ella imaginando el Amor de Dios derramándose sobre mí como oro líquido, conociendo y aceptando (quizá justo en ese preciso momento) Su total aceptación de mí, rara es la vez que no se me escapan lágrimas de gratitud. 

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